El delito de feminicidio se diferencia del asesinato (o del homicidio calificado) por el móvil y el tipo de vínculo entre el victimario y la víctima. Suele tratarse de hombres que -movidos por sus celos, vergüenza o miedos ante una infidelidad, rompimiento o abandono por parte de sus parejas o ex-parejas- no encuentran otro recurso que -sencillamente- acabar violentamente con sus vidas, cual lección mortal. Aún si alguna vez las amaron o incluso si dejan hijos huérfanos, el fatal desenlace o la condena a muerta es invariable. Lo que se impone es la violencia como ejercicio de poder masculino acompañado de un sentido de pertenencia -sino de propiedad- que recae no solo sobre el cuerpo sino también sobre la vida de quién fue la pareja.   

Si bien el feminicidio es un delito que tiene varios siglos de historia, recién fue incorporado en nuestro Código Penal en el 2011 (artículo 108-B). Desde entonces tenemos registros oficiales, siendo el 2019, el año con el récord histórico con 168 feminicidios (más otros 400 casos de tentativa o intentos de feminicidos y un saldo de casi 200 huérfanos entre los niños y las niñas de las madres asesinadas por sus compañeros) para horror del país. Esto supone que -prácticamente- cada 2 días una mujer es asesinada por su ex o actual pareja. Así de crítica es la situación.

De hecho, se sabe que del total de mujeres que son víctimas de homicidio, cerca de la mitad mueren a manos de quienes fueron -paradójicamente- sus parejas. A la inversa, es decir, hombres asesinados por sus parejas mujeres, esta prevalencia no llega ni al 5%. Similar brecha existe ante otras formas de violencia como las violaciones sexuales, el acoso callejero y el hostigamiento sexual laboral, en cuyos casos son los hombres quiénes -por regla general- cometen estos delitos en contra de mujeres. En realidad, el escenario es aún peor si consideramos que muchas veces las víctimas no reportan o denuncian lo ocurrido para evitarse penosas burocracias, incomodidades, represalías y hasta por algún injusto sentimiento de culpa.

Sea como fuere, al ser un problema causado por la conducta (a veces inconsciente) de los hombres, resulta claro que se trata de un problema de masculinidad, vale decir, en la manera cómo se asume, se entiende y se demuestra la hombría en nuestra sociedad. Dicho de otra manera, si los que cometemos esta clase de délitos somos principalmente hombres, es evidente que el comportamiento masculino debe ser examinado; en particular, las maneras cómo la mayoría de varones creemos que se tiene que probar la virilidad.

Me refiero a los estreotipos y roles de género que vamos asimilando y naturalizando durante nuestros procesos de socialización. Sin duda pues, esta es la causa-raíz del problema: la ideología machista, que deforma -desde la infancia y especialmente durante la niñez y la adolescencia- a hombres que luego asesinan para tratar de salvar su honor masculino o para probarle al resto -y a sí mismos- que ninguna mujer los engaña, los deja o los reemplaza. Es esta la mentalidad que provoca y hasta justifica no solo feminicidos, sino también las demás formas de violencia contra las mujeres y las prácticas sexistas conexas.

Ante ello, resulta evidente la enorme necesidad de sensibilizar en las aulas de clase (tanto de los colegios públicos y privados como en toda universidad e instituto), en los centros de labores (especialmente de la mediana y de la gran empresa) y en los demás espacios sociales (incluyendo los de las entidades públicas, así como en los medios de comunicación masiva) acerca de esta masculinidad tradicional tóxica aprendida, tal como se aborda y se desmantela desde el enfoque de género, que -a fin de cuentas- es el mejor antídoto para prevenir el machismo y sus feminicidios.



Ilustración África Pitarch Zafón