Las estadísticas de la violación: El tormento de nacer mujer en el Perú
Según cifras del propio Ministerio Público, cada hora se registran 3 denuncias por violación sexual. Es decir, 72 mujeres son violadas al día en el Perú, lo que al año deja la desgarradora cifra de más de 25 mil mujeres violadas, de las cuales casi el 85% son menores de edad.
Ojo que no estamos ante ¨antojadizas¨ estadísticas de una ONG feminista o financiada por Soros o algún magnate de izquierda, como podría alegar algún machista que se sienta curiosamente interpelado por la información antes expuesta, sino que se trata de datos oficiales del Estado peruano, que cualquier incrédulo puede fácilmente corroborar.
Si la cifra no resulta aún suficientemente vergonzosa, consideremos todos esos casos adicionales de violaciones que nunca llegan a denunciarse -y por ende a conocerse- por diversos motivos, tales como vergüenza ante la inminente estigmatización social, el miedo frente a posibles represalias, o por simple escepticismo de las víctimas ante la efectividad y confiabilidad de nuestro sistema de justicia (basta recordar a cierto juez supremo que negociaba -a través de audios- la reducción de la pena de un violador de niñas u otros casos que son desestimados a pesar de haber incluso videos de por medio).
De hecho, según un estudio hecho por RAINN -la organización más grande de los Estados Unidos contra el abuso sexual- más de dos tercios (68%) del total de violaciones no se reportan ante las autoridades. En contraste, la tasa de falsas denuncias no pasa ni el 5%. Considerando esto, la realidad es siempre aún peor que lo oficialmente registrado.
Cabe precisarse que no solo viola aquél que fuerza o coacciona a una persona a tener sexo sin su consentimiento, sino también se viola -por ejemplo- cuando se tiene sexo con una mujer lo suficientemente ebria o drogada, que en dicha condición no puede discernir efectivamente o consentir de manera consciente, libre e indubitable. Lo mismo aplica cuando la persona es menor de edad pues su consentimiento no tiene valor legal.
Es necesario recalcar que el patrón común en esta clase de delitos -que en el último lustro habría dejado cientos de miles de peruanas violadas (entre hijas, sobrinas, nietas, hermanas, tías y madres)- radica en el sexo de los victimarios: siempre hombres, ejerciendo su concepto de masculinidad, en el sentido más tradicional y tóxico posible.
Evidentemente los hombres no llevamos en los genes la voluntad de violar o hacerle daño a nadie. No es que estemos determinados biológicamente para odiar a las mujeres o gozar con su sufrimiento. Personalmente, discrepo con quiénes sostienen que todos los hombres somos violadores en potencia (aunque entiendo la intención movilizadora de la expresión ¨Perú, país de violadores¨, utilizada estratégicamente por Indira Huilca, Marisa Glave o la ministra Montenegro), pero lo que es cierto e irrefutable -a la luz de las estadísticas- es que somos el género violador (cual soldadesca victoriosa que -como en antaño- convierte a las mujeres que encuentra a su paso en su botín de guerra, o -como hace no mucho- ocurrió en la última guerra europea de Los Balcanes).
Estas estadísticas también demuestran que las violaciones no son excepcionales como se prefiere creer, sino -por el contrario- son habituales, como refiere Virgine Despentes, para quién la violación “está en el centro, en el corazón, en la base de nuestra sexualidad” machista. En efecto -más allá de un móvil netamente sexual- la violación revela un afán de poder y de aleccionamiento. Es lo que Rita Segato denomina la ¨violación moralizadora o correctiva¨ para ¨enseñarle¨ a la mujer quién manda, quién tiene el control, o cuál es o sería su lugar como mujer. Para Segato la violación -más que un acto sexual- es un ¨acto de poder, de dominación, un acto político¨. Para el violador resulta instrumental el sometimiento de la mujer para reafirmar violentamente su masculinidad insegura y mal entendida.
Esta es -en cierta manera- la cultura de la violación que arrastramos desde tiempos primitivos y que -como postula el patriarcado -supone la dominación y subordinación de la mitad de la población humana, por el solo hecho de nacer mujeres. El rol femenino, desde la mirada machista, consiste en servir, cuidar y -por supuesto- satisfacer a los hombres, incluso de manera forzada. Esta es la mentalidad que subyace y condiciona el comportamiento de muchos violadores, según se desprende de sus propias manifestaciones.
Resulta sintomático cómo -según data de la Defensoría del Pueblo- más del 90% de violadores culpabilizó a las víctimas por su conducta, alegando provocaciones a la medida del escaparate que el ex cardenal de Lima invocó tristemente como aparente excusa para justificar abusos sexuales. Así se traslada sistemática y cobardemente la responsabilidad, sino la culpa, a las mujeres víctimas por el comportamiento de los hombres, en este caso, por las mismas violaciones que sufren.
Sea como fuere, las cifras de las violaciones, así como la de los feminicidios, las de trata sexual o de hostigamiento sexual laboral, nos permiten entender que -objetivamente- hay un problema de masculinidad, que tiene que ser examinado y reformulado desde la crianza y la educación de los niños, adolescentes, estudiantes y trabajadores, en sus respectivos espacios de formación. Nos toca como hombres reconocer y asumir este problema social desde nuestra masculinidad y de la forma cómo esta es -tradicionalmente- entendida, asumida y demostrada, así como el costo de ello, tanto para nosotros mismos como para la otra mitad del planeta.
Ojalá que en esta nueva década que comienza, los hombres podamos -desde una posición de mayor empatía, humildad y flexibilidad- reflexionar en torno a esta cultura de la violación que nos precede, nos condiciona y también nos afecta. Para ello la inclusión del enfoque de género, como herramienta para liberarnos de la ideología machista, será tan esencial como el apoyo que los hombres debemos brindarle al movimiento feminista en su incansable lucha por construir un mundo más justo y armonioso, para beneficio de toda la humanidad.