#ElPerúQueQueremos

¿Embarque de concentrado de minerales en la Reserva de Paracas?

Semana clave para el futuro de nuestro tesoro natural

Publicado: 2020-07-14

Cualquiera que haya pasado por La Oroya, puede entender el terrible impacto ambiental que es capaz de ocasionar la minería. Este impacto no solo se limita al entorno inmediato donde se extraen y procesan los minerales, sino también puede extenderse hacia el lugar donde se almacenan y embarcan. Por ello, puertos como el de Matarani, en Arequipa, que exporta concentrado de cobre, también sufren la contaminación que -inevitablemente- acompaña a la manipulación de minerales y las partículas tóxicas que suelen contener.     

Ese efecto potencialmente tóxico de los minerales, es lo que explica el temor justificado de la población hacia estas actividades en sus distintas etapas. Más aún, si se trata de concentrados de minerales, que ya han sido convertidos en productos finos y polvorientos, que contienen otros elementos de incluso mayor toxicidad (como el plomo o mercurio). La desconfianza natural que inspira el manejo de minerales, se intensifica en un país como el Perú, donde se combinan 3 factores históricos.

El primer factor es el trauma colonial que persiste en el imaginario colectivo, como resultado de la invasión, conquista y saqueo del antiguo Perú, motivada por la codicia de los españoles por el oro. Este hito histórico, que forjó el primer encuentro entre lo español y lo indígena, sembró desde la captura y el secuestro de Atahualpa en Cajamarca, en 1532, una memoria sórdida acerca de los límites que suelen cruzarse ante la tentación por los metales preciosos. Para Gonzalo Portocarrero, los sucesos de Cajamarca ¨tienen un valor fundador; en ellos se origina un patrón de interacción basado en el abuso español y en el terror indígena¨. Esta dinámica social, de alguna manera, se reproduce y mantiene vigente como una herida abierta, que tiende a sangrar -por ejemplo- ante el estallido de cada conflicto socio-ambiental.

Un segundo factor reside en la mentalidad criolla que aún gobierna, tristemente, la conducta social en nuestra capital. La tendencia a sacar ventaja del prójimo, de aprovecharse del otro, de sacar la vuelta. Esta forma de creerse el ¨vivo¨, el pícaro o el criollo, no solamente es aún tolerada, sino hasta celebrada en la intimidad de las relaciones sociales. El limite con el abuso es casi imperceptible, y es esta realidad la que -finalmente- hace inviable a una sociedad. Como refiere Sebastián Salazar Bondy, en su celebre ensayo ¨Lima la horrible¨, la verdadera fealdad de nuestra ciudad no yace en lo estético, sino en una cultura embustera carente de toda ética.

El tercer factor -relacionado con los dos anteriores- es la corrupción sistemática que ha caracterizado a nuestras clases dirigentes desde el inicio de la República o, en realidad, ¨desde el patronazgo de los virreyes¨, siglos antes de nuestra independencia, como indica Alfonso Quiroz en su libro ¨Historia de la Corrupción en el Perú¨. Basta con repasar la infame calidad ética de nuestros últimos Congresos, o recordar que nuestros cinco últimos presidentes han estado presos o procesados por la justicia. No olvidemos -sin embargo- que para que tengamos a una autoridad corrompida, tiene que haber un agente corruptor con quien se tranza indebida y clandestinamente. Este es el binomio de la corrupción, aunque a veces sólo nos centremos en la autoridad o funcionario público, olvidando al privado que suele tentarlo para obtener o mantener algún privilegio.

Ahora bien, volvamos a la desoladora impresión que nos deja La Oroya -uno de los casi 9 mil pasivos ambientales mineros que existen en nuestro país- así como puertos mineros como el de Matarani. Quizás logremos percibir que en su contaminación se hayan los 3 factores antes mencionados (junto a otros más probablemente), pero donde se revela que la combinación del afán minero, la actitud criolla y la corrupción institucionalizada es una auténtica tragedia que suele terminar en desastres ecológicos. Como afirma Eduardo Galeano, es la maldición de las materias primas, que castiga a ¨los lugares privilegiados por la naturaleza¨.  

Esta receta trágica, se reconfigura en el panorama global, donde las corporaciones concentran mayor poder que los Estados-nación, tan debilitados por el modelo neoliberal y su agenda de desregulación o desmantelamiento de lo público frente a lo privado. El resultado evidente es la dictadura corporativa, que parece estar por encima de todo control, límite o ponderación.

En el Perú actual, que se acerca a su bicentenario, queda un largo camino por recorrer para consolidarnos como una verdadera nación, donde se comparta un sentido de comunidad e identificación cultural. Uno de los aspectos que aún demandan mayor esfuerzo, es la necesidad de valorizar y reivindicar nuestras raíces (no solo la europea, sino también la indígena, de cuya mezcla somos producto los peruanos), así como aquellos tesoros nacionales que nos pertenecen a todos.

Precisamente, dichos tesoros son los lugares emblemáticos que tienen el potencial de levantarnos la autoestima como peruanos, así como de generar lazos comunes que nos despierten la responsabilidad compartida de cuidar lo colectivo. Espacios culturales como Macchu Pichu, Chavín de Huantar y Chan Chan, así como santuarios naturales como el Parque Nacional del Manu o la Reserva Nacional de Paracas, son esos tesoros que todo peruano debe aprender a valorar y respetar.

Por ello, la noticia que -en estos días- nuestra autoridad ambiental (el SENACE, adscrito al MINAM) definirá si la Reserva de Paracas se convierte o no, en la servidumbre de paso de miles de camiones y volquetes llenos de concentrado de mineral, nos debe merecer toda la atención posible. La sola idea de concebir un mega-puerto en plena Reserva Nacional o dentro de su zona de amortiguamiento, que tiene un régimen y uso restringido, revela que los 3 factores anteriormente mencionados, aún están muy arraigados en el Perú. Nuevamente, el afán de expolio, la criollada y la complicidad gubernamental parecen estar de la mano.

Son momentos como éste donde se construye nación, protegiendo lo que es de todos. Un ecosistema único en el litoral peruano y en el mundo, que alberga una diversidad de fauna silvestre e incluso especies en peligro de extinción, además de yacimientos arqueológicos de la milenaria cultura Paracas, no puede convertirse en una polvorienta carretera que conduzca a un gran almacén de concentrado de minerales, donde se manipulen toneladas de concentrado de cobre, zinc y sus derivados tóxicos. 

No se necesita mucha creatividad para imaginar lo que una paraca (viento semi-huracanado de la zona que corre hasta 100 km por hora) podría hacer con el polvo fino de mineral tóxico en un área así de frágil. Aunque se usará la mejor tecnología disponible, nuestra Reserva Nacional estará -ineludiblemente- expuesta al tráfico pesado (que -en sí mismo- ya contamina visual, sonora y paisajísticamente) y al peligro de fugas o derrames de sustancias tóxicas que -ya sea durante su transporte, almacenamiento o embarque- pueden dañar irreversiblemente la riqueza biológica de Paracas.

Esta semana, fundamental para el futuro de la Reserva Nacional de Paracas y la historia del Perú, hagamos sentir nuestra voz para que se escuche hasta el SENACE y ayude a nuestra autoridad ambiental a comprender que es más sabio pasar a la historia como el héroe o protector del santuario de Paracas, en lugar de como el pusilánime funcionario que entregó a un consorcio español-brasilero, uno de nuestros principales tesoros nacionales. Depende, entonces, del presidente del SENACE. Ojalá esté a la altura de las circunstancias y así, en el mediano o largo plazo, no tengamos que lamentar otro desastre ecológico que, poco a poco, convierta la Reserva de Paracas en un Puerto minero como el de Matarani. Ahora toca que todos protejamos lo nuestro; ¡salvemos Paracas!


Escrito por

Manuel Bartra

Abogado especializado en derecho animal


Publicado en

manuelbartra

Abogado laboralista especializado en gestión humana con enfoque de género.