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"Ojos que no ven, corazón que no siente": sobre la alimentación consciente

¨No debemos preguntarnos ¿pueden razonar?, ni tampoco ¿pueden hablar?, sino ¿pueden sufrir?. Jeremy Bentham

Manuel Bartra

Publicado: 2020-12-22

El refrán "ojos que no ven, corazón que no siente", sugiere que mientras ignoremos un hecho seguiremos emocionalmente desconectados. Lo que no sabemos, no existe y -entonces- no nos afecta. Ejemplo de esto es cuando no sabemos que nuestra pareja nos está siendo infiel y, por lo tanto, no sufrimos por ello.  

Sin embargo, un sentido alternativo se da cuando -deliberadamente- decidimos ignorar o, mejor dicho, negar una situación. Es decir, cuando optamos por falsear la verdad por conveniencia. En ese caso, podríamos decir -parafraseando el mencionado refrán- que "realidad que bloqueamos, comodidad que mantenemos" o, en todo caso, que ¨no hay peor ciego que el que no quiere ver ¨

Se trata de un mecanismo que utilizamos -consciente o inconscientemente- para permitirnos sobrellevar cierta situación que -sin dicho bloqueo- sería incómoda, tormentosa e insostenible. Sin duda, una buena dosis de cinismo es necesaria para continuar con la farsa. En cambio, si uno se esfuerza por mantenerse auténtico y coherente, seguir el circo será una misión más compleja sino imposible.

Este mecanismo se aplica -comúnmente y de forma masiva- cuando comemos. Al momento de satisfacer nuestro apetito, raramente reparamos en otra cosa que no sea complacer el gusto del momento. Al comer podemos constatar nuestro automatismo y acaso individualismo. Sumado al ritmo acelerado de la rutina, optamos por lo fácil, que es elegir lo que esté más disponible o accesible.

Nos quedamos con la impresión de haber elegido bien al comer, si consumimos algo rico y/o económico, dependiendo de nuestra prioridad. Sin embargo, un principio básico de la alimentación consciente, nos anima -más allá del aspecto nutricional- a mirar nuestro plato desde otra perspectiva, para preguntarnos ¿cuánto sabemos o queremos saber de lo que estamos eligiendo como alimento?.

Personalmente, creí ser un feliz carnívoro durante casi toda mi vida. Era sólo una creencia y no una genuina convicción, pues aplicaba el mecanismo de bloquear algo: no sabía ni quería saber el origen de los alimentos que elegía en cada comida, o las circunstancias en que se habían producido hasta llegar a la mesa.

Entre que no me importaba y no tenía información sobre -por ejemplo- las implicancias de la ganadería industrial o las condiciones de vida de los animales cuyos cuerpos terminaban en mi plato. Al no ver y, por ende, no saber la forma en que se producía mi hamburguesa o un hotdog, simplemente no era capaz de sentir nada más que indiferencia y apatía por mi dieta diaria y todo lo que suponía.

Pero gracias al internet y a las redes sociales, hay mayor acceso a la información. Aunque abunda de todo, desde data veraz hasta las conocidas ¨fake news¨, ya es posible -por ejemplo- ver videos de activistas animalistas que se infiltran en granjas industriales para documentar el modo como viven los animales que comercializan, así como la brutalidad con la que los tratan, como si fueran objetos, inertes e insensibles. Acaso paquetes o rocas. Es la cosificación de lo viviente y sintiente, de un modo que las mayorías no saben o, peor aún, prefieren ignorar.

Esta actitud revela el cinismo en el que caemos para seguir disfrutando -sin culpa- nuestro platillo preferido. Pero, ¿es realmente posible disfrutar una comida cuando sabemos que lo servido en mi plato ha sufrido un auténtico infierno? ¿Seguirá ese corte de angus siendo tan rico tras saber que se trata del cadáver de un mamífero  sintiente, enjaulado y torturado durante toda su vida? ¿Podemos seguir comprando pollo a la brasa o choripanes cuando sabemos que con ello estamos financiando una cruel industria que lucra con el maltrato y la matanza masiva de animales?

Hace 4 años que opté por dejar de patrocinar a la industria ganadera que brutaliza a las vacas, así como las que hacen lo propio con chanchos, pollos y otras aves (como los pavos). Me rehuso a seguir engullendo animales con un sistema nervioso casi tan complejo como el nuestro, e idéntico al de un perro o un gato. Finalmente, no hay mucha diferencia entre la naturaleza de un gato y, por ejemplo, una oveja: ambos tienen la capacidad de sentir dolor, tristeza, alegría o rabia.

Incluso, en zonas rurales, es usual que se tenga por mascota un chancho o un conejo, en vez de un perro como se tiene en la ciudad. Los que tenemos el privilegio de tener una mascota así, sabemos que experimentan -tal como los humanos- la necesidad de afecto, de juego o recreo, de desplazamiento y contacto con la naturaleza, como sentir el aire fresco o el sol. Al final, no es la capacidad intelectual sino la capacidad de sufrir, la que nos coloca en el mismo plano a todos los animales, racionales o no. De ahí el cuestionamiento ético sobre la capacidad de gozo a partir del sufrimiento ajeno, incluso si lo padece otra especie.

Más allá de la paz mental, la tranquilidad en el sueño y la buena conciencia que se gana al reducir la huella ecológica -dado el impacto de la ganadería industrial en la deforestación, su altísima emisión de gases de efecto-invernadero por el metano que expulsan las vacas, el enorme consumo de agua, o las consecuencias en la salud por ingerir toxinas y los antibióticos que le suministran a los animales-, lo mejor de todo es -como decía el famoso escritor vegetariano Franz Kafka- poder, por fin, mirar en paz a los ojos de esos animales


Escrito por

Manuel Bartra

Abogado especializado en derecho animal


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Abogado laboralista especializado en gestión humana con enfoque de género.