La vergonzosa "era del caucho"
Acerca de este silenciado y cruento capítulo de nuestra historia republicana
"El enemigo no es nuestro ambiente, está en nosotros mismos". Han Shan
Pocos episodios tan infames y sangrientos en nuestra historia republicana como el ocurrido -durante casi medio siglo- en nuestra Amazonia con la explotación del caucho, también llamado el "oro blanco".
La llamada era o ¨boom¨ del caucho aconteció entre 1880 y 1920, a lo largo de toda la cuenca amazónica, que se extiende tanto en el oriente peruano, como en Brasil, Colombia y Ecuador.
El caucho es una resina elástica lechosa, que es producida -principalmente- por el árbol tropical del género Hevea. Para obtenerse, se corta el tronco o la corteza del árbol e inmediatamente emulsiona esta savia, que funciona como un látex o goma natural.
Ya desde tiempos ancestrales, antes de la conquista española, nuestros antepasados amazónicos recolectaban esta sustancia para hacer mangos de cuchillos, vasijas, tiras para colgar utensilios, e incluso como láminas a prueba de agua, que podían utilizarse en platos, ropa y calzado para darles impermeabilidad.
Evidentemente, esta recolección era para uso familiar y/o comunitario y tras obtenerse de forma sostenible, se rendía tributo al llamado ¨árbol que llora¨ por ofrecer esta provechosa sustancia. Así se respetaba el frágil equilibrio con la naturaleza y se agradecía a la misma, en observancia de la cosmovisión mística que allí aún existe.
No obstante, fueron los europeos -tras el invento de los neumáticos- que para cumplir con los objetivos de producción de la industria automotriz, se instalaron nuevamente -cual segunda conquista- en nuestro continente para expoliar -a través de sus proveedores locales- nuestra Amazonia, llevarse todo el caucho posible y dejarnos siniestras memorias imposibles de olvidar.
Aunque también fue todo un atentado ecológico dado el daño ambiental generado por la explotación en la Amazonía, lo más terrible fue el auténtico genocidio perpetrado contra la población nativa, que fue esclavizada como mano de obra gratuita para extraer y recolectar el caucho masivamente.
A los indígenas que no cumplían con las exigencias de los patrones caucheros, se les castigaba físicamente, en el mejor de los casos, o -tal como está ampliamente documentado- se les mataba brutalmente como supuesta lección para intimidar al resto de ellos, bajo la racista mentalidad colonial que se trataba de indios flojos que si no eran tratados con lo que consideraban ¨mano dura¨ no trabajarían a la velocidad esperada.
Así que a la codicia y al inagotable afán de lucro se añadía una mirada convenientemente racista, que permitía cosificar a la población nativa a fin de someterla y exprimirla despiadadamente. Cualquier enfoque humano entorpecía el ritmo. Los derechos humanos, recién proclamados en 1948, serían una cojudez (como refería Cipriani). Les urgía la necesidad de negar la humanidad de los indígenas para así explotarlos sin pudor y, cuando lo considerasen necesario, torturarlos y asesinarlos sin aparente culpa.
Diversas fuentes reseñan, a modo de brutales castigos, los azotes con que eran torturados los indígenas que no cumplían sus cuotas o intentaban escapar de las instalaciones caucheras, la mutilación de orejas y extremidades, la quema con kerosene de cuerpos vivos, el descuartizamiento de los bebés indígenas y, claro, la violación sistemática de las mujeres y niñas indígenas, incluso en presencia de sus familiares.
Ya sea a modo de perversa diversión y/o como mecanismo para infundir terror y obediencia por parte de los indígenas, el asesinato de éstos durante la fiebre del caucho fue una práctica común y naturalizada que, a modo de cálculo estadístico, se tiene que sólo en la cuenca del río Putumayo durante la primera década del siglo XX, murieron 40 mil seres humanos, lo que representaba el 80% de la población nativa de dicha región.
El nivel de sadismo, malicia y daño infligido horroriza e indigna a todo aquél que, con un mínimo de sensibilidad y humanidad, se atreva a buscar y leer los relatos históricos que dan cuenta de este oscuro y repudiable episodio sufrido por nuestros compatriotas amazónicos (ver los artículos de Benjamín Saldaña, los textos de Walter Hardenburg, el informe Casement, entre otros documentos sobre el asunto).
Más allá de la criminal conducta de los caucheros -nacionales y extranjeros-, se trató de toda una maquinaria capitalista-extractiva que, con la venia cómplice de nuestras propias autoridades, torturó y asesinó peruanos, destruyó familias, exterminó comunidades y, en gran parte, tiñó de sangre y vergüenza todo un trágico capítulo de nuestra historia.
El rol cómplice de nuestras autoridades ante el genocidio cometido contra nuestra gente, se debió a las remesas que la exportación del caucho generaba para las arcas fiscales. Una vez más, la angurria inhibió el sentido del deber. Autoridades corrompidas que, creyendo que el fin justifica los medios, traicionaron a los ciudadanos que estaban obligados a proteger.
Tal como ocurre actualmente en ciertos proyectos mineros, el Estado peruano interpretó el cobarde papel de ¨fuerza militar de choque de los caucheros: Julio Cesar Arana, que llegaría a ser senador de la República, conquistó la Huitocia -el territorio de los Huitoto- con el apoyo de la marina peruana que le ayudó a expulsar del Putumayo a los caucheros colombianos y a reducir a los indios a uno de los regímenes de explotación más brutales que ha contemplado la historia¨ (Francisco Ullán).
Ha transcurrido más de un siglo desde entonces y aún no existe conmemoración oficial. Constituye una obligación moral rendir homenaje a las miles de víctimas y recordar esos trágicos acontecimientos que están impregnados en el ADN de este país. Solo aprendiendo del pasado, previa visibilización, podremos construir un futuro mejor.
Por ello toda iniciativa que alumbre ese pasado oscuro sino escondido, como -en efecto- hace la película El Canto de las Mariposas, dirigida por Núria Frigola y protagonizada por el artista y activista Rember Yahuarcani y su familia-precisamente- de origen huitoto, constituye medicina obligatoria para la memoria colectiva.
Pues hasta que esa herida abierta no se reconozca y se asuma como un pasivo histórico por remediar, el país seguirá fracturado y, más peligroso todavía, un profundo sentimiento de injusticia, desconfianza y apatía continuará acechando y frustrando cualquier pretensión de constituirnos como una verdadera nación.